G G Marquez
Joaquin Fdz Bllo ·
Cáceres, Extremadura · Compartido con: Público
Me acostumbré a despertar cada
día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que
pasaban los años. A veces parecía ser un zarpazo de la muerte y al día siguiente
se esfumaba. Por esa época oí decir que el primer síntoma de la vejez es que uno
empieza a parecerse a su padre. Debo estar condenado a la juventud eterna, pensé
entonces, porque mi perfil equino no se parecerá nunca al caribe crudo que fue
mi padre, ni al romano imperial de mi madre. La verdad es que los primeros
cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno sigue viéndose desde dentro
como había sido siempre, pero los otros los advierten desde fuera. En la quinta
década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros
huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que
descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me
ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces
porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando
no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les
conté la semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros
conocidos y otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no
conseguía que coincidieran las caras con los nombres. Mi edad sexual no me
preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas, y
ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de los muchachos de
ochenta que consultan al médico asustados por estos sobresaltos, sin saber que
en los noventa son peores, pero ya no importan: son riesgos de estar vivo. En
cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los viejos se pierda para las
cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad
nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada: No hay un anciano que olvide
dónde escondió su tesoro. Con esas reflexiones, y otras varias, había terminado
un primer borrador de la nota cuando el sol de agosto estalló entre los
almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la
sequía, entró bramando en el canal del puerto. Pensé: Ahí llegan mis noventa
años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al conjuro de aquella
evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa Cabarcas para que
me ayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina. Llevaba años de
santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis clásicos y a
mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue tan
apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude
seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da
el sol por la mañana, y me tumbé con el pecho oprimido por la ansiedad de la
espera. Gabriel G M. que gozada...
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