miércoles, 17 de diciembre de 2014

La Pocilga

LA POCILGA
En una de las mejores entrevistas que le han hecho hasta ahora, la de Jordi Évole en el programa Salvados, Pablo Iglesias
mencionaba una canción reciente de Los Chikos del Maíz.
Estos raperos proponen en ella entrar en el Congreso
de los Diputados para preguntar —como Clint Eastwood
cuando se lía a tiros en el saloon de la película
Sin perdón— “¿quién es el dueño de esta pocilga?”
Ante los comentarios de Évole sobre el ajuste de
cuentas que presagia el duro lenguaje de su partido
contra la política parlamentaria, el jefe de Podemos
admitía que “hay una parte de eso”. El rap político
en cuestión, titulado Tú al gulag y yo a California
,encadena la poco tranquilizadora escena con otras
alusiones inconfundibles: “cazadores de elefantes,
banqueros mangantes, farlopa en bandeja de plata,
la oposición en Venezuela es fascismo que saquen
a los tanques…”. Pero a mí me recordó de inmediato
una novela muy mala de 1911, dedicada al Parlamento.
El periodista y escritor Joaquín Belda, conocido sobre
todo por su dominio del género erótico o sicalíptico,
contaba en La piara la historia de un joven diputado
que llega a las Cortes y se encuentra con un panorama
deplorable. Los políticos de entonces, según el autor,
no cumplían nunca lo que habían prometido al electorado y,
bajo las grandes palabras de sus discursos, escondían
el disfrute de privilegios, un nepotismo sin freno, la lluvia
de prebendas entre los miembros de sus partidos y
múltiples negocios turbios. Corrompido por el ambiente,
que le ofrece incluso mujeres fáciles implicadas
en el contubernio, el ingenuo parlamentario ve hundirse
su principal proyecto —un centro de enseñanza en
su distrito electoral— y acaba desengañado.
Pero al final reacciona y, con la ayuda de un viejo progresista,
prende fuego al edificio del Congreso. El relato culmina
con una sentencia fulminante: “Las llamas subían al cielo,
ya cumplida su misión justiciera en la tierra. Los guarros
se quedaban sin pocilga...”.
Podemos ha sustituido
a la oligarquía
por la casta y al pueblo por la gente
Y es que las diatribas contra el Parlamento han alimentado
una longeva tradición en la España contemporánea,
que en el cambio del siglo XIX al XX se hizo
especialmente virulenta. Hubo algunos defensores
de la democracia que veían la corrupción como una
enfermedad curable, que debía atajarse para salvar
las instituciones representativas, y no faltaron las
reformas internas que trataban de mejorar su funcionamiento.
Pero el engorde de las filas regeneracionistas dio rienda
suelta al antiparlamentarismo más feroz. Los debates
se veían como una farsa, un teatro en el cual se simulaban
desacuerdos entre adversarios que, elegidos gracias
al fraude orquestado por los Gobiernos, se repartían
con descaro los recursos del Estado. En el hemiciclo y
en los pasillos se hablaba una jerga extraña, ajena a las
preocupaciones cotidianas de los ciudadanos: a juicio
de Miguel de Unamuno, muy escuchado en la época,
“nada disuena más allí, en aquella campana pneumática,
que la voz de la calle”. Las visiones tenebristas
contemplaban cómo el pueblo moría de hambre
mientras sus señorías se enredaban en discusiones
sin fin sobre tal o cual retoque legislativo
o crisis ministerial.
Semejantes descripciones no ayudaron a legitimar el
régimen constitucional ni a redimir el papel de las Cortes
Joaquín Costa, apóstol de la regeneración en nombre
del pueblo e inventor del binomio oligarquía y caciquismo
para definir aquel sistema político, recomendó su cierre
y un Gobierno firme, siquiera provisional, a cargo de
un cirujano de hierro encargado de poner orden.
Ni él ni la izquierda republicana en la que militó
algún tiempo llevaron a cabo esta hazaña, pero
su discurso fue enarbolado por el autoritarismo
conservador que acusaba a los liberales de ineficacia
y debilidad frente a las amenazas revolucionarias.
En 1923, un militarote en funciones de capitán general,
con el pretexto de liberar a la patria de los políticos
profesionales y de su tupida red “de concupiscencias”
clausuró las Cámaras por tiempo indefinido. Casi nadie
lloró aquel cerrojazo. Había llegado el cirujano de hierro,
quien, con el beneplácito del rey Alfonso XIII
, dio inicio a un ciclo de insurrecciones que se
llevó a la monarquía por delante y no se agotó
hasta muchos años más tarde. El odio al Parlamento,
símbolo de la democracia liberal, recorría Europa y
redujo a ruinas el Reichstag en 1933.
Para Pablo Iglesias,
“los
verdaderos parlamentos
son las
tertulias de
televisión”
La Europa de hoy apenas se asemeja a aquella Europa
ni tampoco España es la misma, pues, aunque a menudo
e nos olvide, vivimos en un país relativamente desarrollado,
culto e integrado en las organizaciones internacionales
que agrupan a las democracias europeas, deprimido
pero todavía entero. Las elecciones ya no se falsean
y no se fraguan golpes de Estado en los cuarteles.
Sin embargo, los mismos términos u otros parecidos
se abren paso para descalificar el sistema parlamentario
y a sus protagonistas. Desde luego, nuestras Cortes
están pidiendo a gritos reformas que acaben con las
rigideces de sus reglamentos, den un contenido federal
al Senado y no toleren los abusos de quienes, como hizo
al parecer el actual presidente de Extremadura, cargando

viajes sin sentido a sus presupuestos. Agilidad,
resolución de conflictos y transparencia evitarían
muchos males. Y serían deseables más deliberaciones
y menos cuotas partidistas a la hora de designar a los
responsables de organismos arbitrales.
Podemos ha sustituido a la oligarquía por la casta y
al pueblo por la gente, pero comparte ese afán
centenario por condenar al Parlamento. Iglesias
afirmaba, en esa misma entrevista, “a veces
tengo la sensación de que el debate parlamentario
no sirve y de que los verdaderos Parlamentos
son las tertulias de televisión”.
No se refería, claro está, a las funciones legislativas o al
control del Gobierno, esenciales en ambas Cámaras, sino
al espectáculo que
despierta el interés del público. Pero quizá no esté todo
perdido, pues el propio
parlamentario europeo añadía que al día siguiente de
llegar al Congreso
“hay que hablar con todo el mundo, hay que trabajar…”.
Y se le ve dispuesto a esgrimir
escobas, no rifles. Tras la vertiginosa cabalgada transatlántica que les ha
conducido de Venezuela a Dinamarca, los dirigentes de Podemos, socialdemócratas
conversos,
son capaces de cualquier cosa. Y uno, la verdad, no se
imagina
ardiendo el
Parlamento de Copenhague. Más vale así, porque, si mantiene
el tipo hasta
las elecciones, el flamante secretario general podría
convertirse en el dueño
de la pocilga.

!!!!!!!!Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense
de Madrid. En los próximos meses publicará, junto a Pedro Tavares de Almeida, el libro
De las urnas al hemiciclo. Elecciones y parlamentarismo en la Península ibérica,
1875-1926 (Marcial Pons Historia).!!!!!