LAS BRUJAS DEL SIGLO XX..
LAS BRUJAS DEL SIGLO XX... El contexto era el siguiente: Nagyrév era poco más que
un lugar recóndito que ofrecía una vida dura y violenta, no había esperanzas ni
oportunidades de mejora para sus habitantes. Las carreteras en la zona estaban
en pésimo estado y no había ningún medio de transporte para acceder hasta allí,
de hecho en el pueblo no contaban ni siquiera con un médico. Por lo general, la
sociedad era hostil, dada a desconfiar del prójimo y de todo aquel que tuviera
algo más con lo que alimentarse que uno mismo. Si había un grupo social
especialmente afectado por esta situación hostil eran las mujeres: sin ningún
tipo de poder de decisión, estaban a merced de sus maridos, hombres casi siempre
alcohólicos que habían interiorizado la violencia y tenían vía libre para
maltratar y abusar de sus mujeres. No está claro en qué momento empezaron los
asesinatos, parece que los primeros casos registrados datan del inicio de la
década 1910, pero la situación escaló con el retorno de los hombres del pueblo
que habían participado en la I Guerra Mundial, quienes volvían heridos o
mutilados y afectados por el síndrome de estrés postraumático, así como por una
crisis agrícola producida por la falta de granjeros y campesinos.
En el Nagyrév
de 1920 la muerte era algo tremendamente habitual —incluso algunas familias
mataban a sus recién nacidos por no poder alimentarles—. Y fue precisamente esto
lo que hizo que muchas mujeres pudieran envenenar a sus maridos y otras personas
de su entorno sin levantar demasiadas sospechas. Entre las asesinas se tejió una
red de mujeres dispuestas a encubrirse las unas a las otras, no confesaban sus
crímenes puesto que eso supondría también acusarse a sí mismas. Tal y como
cuenta la periodista Tori Telfer en el libro Damas asesinas, no se sabe con
certeza quien tuvo aquella maléfica ocurrencia inicial, pero “la idea del
asesinato y los medios para llevarlo a cabo se diseminaron por Nagyrév como una
niebla maléfica. Ninguna mujer mataba por su cuenta. Primero acudía a sus amigas
en busca de consejo y ellas la animaban, ratificaban sus acciones y le
proporcionaban los conocimientos y los suministros que necesitaba”. Con estos
conocimientos Tolfer se refiere a la que ha sido siempre el arma mortífera por
antonomasia asignada a las mujeres: el veneno. La suministradora oficial era una
vecina llamada Zsuzsanna Fazekas, la comadrona del pueblo, que gozaba de una
gran influencia en la comunidad porque había cubierto el vacío del médico en
Nagyrév. Después de divorciarse, empezó a fumar y beber en la taberna del
pueblo, en la que nunca antes se había visto ninguna mujer. Fue también entonces
cuando comenzó a pasearse habitualmente con una ampolla de arsénico metida en el
bolsillo, por si acaso. En general, el asesinato sucedía sin grandes
miramientos: una clienta acudía a ella con un problema que aquejaba a su marido
—podía ir desde haber quedado ciego tras la guerra o un nivel de violencia
insoportable— y ella les recetaba el veneno como si se tratase de un bálsamo
sanador. Todas las mujeres sabían que ese remedio que les ofrecía Zsuzsanna
llevaría tarde o temprano al hombre que lo tomase a la muerte, pero ninguna
decía nada. Una de estas mujeres, que acabaría teniendo una relación de amistad
con la comadrona, fue Mária Kardos. Destacaba entre el resto por tener algo de
dinero, vestir mejor, y como Zsuzsanna, haberse divorciado. De hecho no solo una
vez, sino dos, siendo algo totalmente inusual. El caso fue que Mária se casó por
tercera vez teniendo a cargo un hijo de 23 años, que había decidido que para qué
hacer nada si su madre ya le daba todo lo que necesitaba. Probablemente harta de
jugar este rol de cuidadora, le compró arsénico a Zsuzsanna y empezó a poner
gotitas en la comida de su hijo. Poco después estaba muerto. Sin embargo, cuando
al fin Mária se vio libre de sus ocupaciones y pudo entregarse al amor, resultó
que su nuevo marido bebía sin parar y tenía relaciones esporádicas con otras
mujeres. Y ahí entra de nuevo Zsuzsanna, que casualmente detestaba también este
hombre aunque por otros motivos. Unidas por el odio, le envenenaron durante todo
el mes de abril de 1922 hasta que cayó muerto. Como resultado, entre ellas se
creó una amistad que quedaría sellada con un ternero que Mária le regaló a la
comadrona como agradecimiento por su ayuda en este macabro episodio. Aunque el
método no variaba, los motivos sí. “Algunas de estas mujeres asesinaban por pura
desesperación, como aquella a que la que su marido golpeaban con una cadena
doble”, explica Telfer, “otras, en cambios, asesinaban por venganza, como la
mujer que envenenó al suegro que abusaba sexualmente de ella. Y muchas más
recurrían al veneno para conseguir bienes materiales. La idea de que una podía
mejorar su vida recurriendo al veneno se extendió como un oscuro reguero de
pólvora entre los círculo femeninos de Nagyrév”.
Hay diferentes datos sobre el
total de asesinatos que se produjeron en Nagyrév durante estos años, aunque la
prensa de la época hablaba de alrededor de 300 muertes (cifra que acabará
convirtiéndose en parte de las leyendas que surgirán alrededor de los ángeles de
la muerte de Nagyrév, nombre con el que pasaron a ser conocidas), el
investigador que más ha llegado a fondo en este caso, Béla Bodó, cuenta entre 45
y 50 asesinatos confirmados. Pero la impunidad para estas mujeres no podía durar
eternamente. En 1929 los medios de comunicación se hicieron eco de las denuncias
de varios vecinos y la policía tuvo que intervenir. Después de varias semanas de
caos, dieron con una principal sospechosa: Zsuzsanna Fazekas, que tras saber que
iba a ser encarcelada fue pidiendo ayuda a sus antiguas amigas y clientas.
A
pesar de los favores que les había hecho en el pasado, ninguna le abrió la
puerta de su casa y Zsuzsanna entró en pánico: cuando la policía fue a buscarla
se tomó una de las ampollas de arsénico que llevaba en el bolsillo y murió pocos
minutos después. Siempre se la señalaría más tarde como la que mujer que sembró
el mal, aunque no fuera del todo cierto, puesto que, como cuenta Telfer “la
fuente de estos crímenes era tan imperceptible y penetrante como el veneno en
sí. La economía, la cultura y la infelicidad humana se entrelazaron para formar
una intrincada tela de araña en Nagyrév, creando un ambiente caracterizado no
por la locura de una única partera, sino por la silenciosa y prolongada
desesperación de todas las mujeres”. Fue a partir de entonces cuando el caso
tomó un carácter sensacionalista que atrajo a la prensa y a las clases medias y
altas de gran parte de Europa, encantadas de poder comentar el exotismo y la
locura de estas campesinas desde su superioridad social y moral. Antes de
comenzar el juicio dos de las mujeres encarceladas se ahorcaron en su propia
celda, y aunque se interpretó como una forma de asumir su culpa, después se
demostró que sencillamente estaban desorientadas en aquel escenario: casi
ninguna de ellas se consideraba a sí misma una asesina. “No ahogamos ni
apuñalamos a nuestros maridos. Solo han muerto envenenados”, le dijeron al
tribunal, “para ellos fue una muerte sencilla, no un asesinato”.
El público
presente se mostró totalmente indignado ante el carácter de las 34 mujeres que
se sentaron en el banquillo, las acusaron de tener dentro una maldad
intrínsecamente femenina. No querían excusas que hicieran referencia a su
pobreza o al modo de vida austero que llevaban, era más fácil pensar que estaban
viendo al mismo demonio en aquellas campesinas. Finalmente, las durísimas
sentencias que se dictaron respondieron a estas insinuaciones: la gran mayoría
fueron condenadas a cadena perpetua o largas penas de cárcel, siete de ellas
(incluyendo a Mária Kardos) fueron condenadas a muerte y el resto, unas pocas,
salieron en libertad porque no había suficientes pruebas. “Tras la lectura de
las condenas, las campesinas elevaron un extraño y aguado plañido. Se trataba de
un lamento que solían entonar en los funerales, e hizo que sus acaudalados
espectadores se sintieran muy incómodos”, concluye Tori Telfer, “era demasiado
crudo, demasiado tangible. Habían ido allí a disfrutar de un espectáculo
público, no a enfrentarse a la insoportable intensidad de la desesperación
humana. Y menos aún si esta procedía de unas meras campesinas”.
Comentarios
Publicar un comentario